El herborista y el Sirzan
Prólogo
   TodavÃa temblando, me apoyé sobre la pared para recobrar el aliento y la miré agradecida por haberme salvado.
   —¿Crees que nos han visto? —pregunté echando un vistazo al pasaje por el que habÃamos venido.
   —¡Ja! ¡Ni de broma! Seguro que ni se han enterado de que estábamos allà —exclamó jactándose de su agilidad y sus reflejos.
   —Casi se me para el corazón cuando nos has transformado… —murmuré, todavÃa sorprendida, tratando de calmarme—. Por cierto, ¿sabes quién era el encapuchado?
   —La verdad es que no he podido verle el rostro y, por lo poco que ha hablado, no reconozco la voz, asà que no puedo responderte —contestó con sinceridad—. Pero ya nos enteraremos. Ahora, sÃgueme, te llevaré a la sala donde Eyra guarda la historia de Nuck —me pidió emocionada haciéndome un gesto con el ala.
   Pese a que todavÃa tenÃa el susto en el cuerpo, la seguà y, en unos minutos, llegamos a una pequeña estancia con la puerta del mismo color que las plumas de Mirdian. Sin dudarlo, entramos y descubrà con sorpresa que allà no habÃa estanterÃa alguna, mesas, sillas o escaleras. En su lugar, en el centro y tan alto como dos pisos de la biblioteca, habÃa un enorme árbol tan frondoso y robusto como cualquiera de los que rodeaban el reino. Sus ramas se extendÃan por el techo hasta casi ocultarlo por completo y el suelo, cubierto por un tupido manto de hierba tan aterciopelada como la seda, parecÃa tan mullido y cómodo como el colchón de mi cama. No obstante, lo que llamó mi atención fue su tronco. En el centro, como si alguien lo hubiese tallado delicadamente a mano, habÃa un pequeño hueco y, en su interior, un libro sellado. TenÃa dibujada sobre la cubierta una planta dorada y, de sus páginas, sobresalÃan toda clase de hierbas y hojas disecadas.
   Orgullosa del lugar donde descansaba el eco de Nuck, Mirdian se posó en una rama cercana al hueco y, extendiendo el ala para señalarlo, me invitó a cogerlo.
   Tan ansiosa por tenerlo en mis manos como nerviosa por estar a la altura de lo que Mirdian esperaba de mÃ, me acerqué y, esquivando un montón de cáscaras que habÃa junto a las raÃces, lo saqué del tronco. Por suerte, podÃa abrir el sello sin problemas.
   —Siéntate, por favor —me pidió amablemente señalando un hueco junto al árbol.
   —Esta es tu habitación, ¿verdad? —pregunté mientras me acomodaba sobre la corteza.
   —¿No lo dirás por las cáscaras y el árbol? —preguntó con ironÃa posándose sobre mi regazo—. Porque serÃa muy maleducado por tu parte insinuar que tan solo alguien como yo vivirÃa aquà y se deleitarÃa con ese manjar de dioses —añadió, aleccionándome con un ala.
   No sé si dijo todo aquello para que me relajara o solo por hacerme reÃr, pero, sin duda, consiguió ambas cosas.
   —Lo decÃa por las plumas que hay por todas partes y coinciden a la perfección con las tuyas, pero sÃ, serÃa poco elegante por mi parte insinuar algo asà —contesté con su mismo tono mientras rompÃa el sello con la llave de mi brazo.
   Le sorprendió tanto que le respondiese y que, además, lo hiciera con su misma jocosidad que se echó a reÃr a carcajadas.
   —Ja, ja, ja, creo que tú y yo vamos a ser muy buenas amigas —aseguró con una sonrisa picarona, recuperándose del comentario.
   —Me alegra oÃrte decir eso —dije con algo de tristeza, clavando la mirada sobre el libro.
   Debido a las circunstancias, jamás habÃa podido tener un amigo. Y, aunque ahora mi suerte parecÃa haber cambiado, no podÃa dejar de pensar que, si descubrÃa la verdad sobre mÃ, me despreciarÃa y no querrÃa volver a verme.
   Con lo avispada que habÃa demostrado ser Mirdian, sobre todo, en lo que a venganzas se referÃa, no me cabÃa la menor duda de que se habÃa percatado del ligero temblor en mi voz. No obstante, no dijo ni preguntó nada. Simplemente apoyó su ala sobre mi mano y, acariciándola, me miró con dulzura.
   Conmovida por su gesto y su inesperada discreción, se me empezó a emborronar la vista por las lágrimas, asà que antes de que me pusiera a llorar, abrà el cuento y tosà para aclarar la voz.
   —¿Lista para volver a verle? —pregunté tratando de imitar el ceremonial tono que ponÃa siempre Eyra al leerme un cuento.
   —¡Más que nunca! —contestó emocionada, agitando entre las dos el pequeño saquito donde guardaba las semillas.
   —Pues comencemos. Érase una vez…