CapÃtulo 1
Un desagradable encuentro
   Adolorida y con el antebrazo cubierto de sangre, Rea recogió su bolsa del polvoriento camino y se puso en pie.
   —Malditos bellacos… —masculló más enfurecida por las pocas monedas que le habÃan robado que por el rasguño que se habÃa llevado de recuerdo al ser arrastrada por el suelo para que soltara sus pertenencias—, cuando os pille os daré vuestro merecido…
   Obviamente, no tenÃa intención alguna de ir tras aquella panda de bandidos y aún menos de plantarles cara. De hecho, la sola idea de cruzarse de nuevo con ellos hacÃa que le volvieran a temblar las piernas como a un cervatillo recién nacido. Sin embargo, era preferible que la rabia llenara su boca con aquellas absurdas bravuconerÃas a que sus ojos rebosaran lágrimas de miedo.
   —Vamos, Rea, eres una hadir y los hadirs no lloran… —se dijo asà misma apartando las trenzas detrás de los hombros para luego sacudirse la falda.
   Conteniendo a duras penas sus emociones, la joven volvió a colgarse la alforja del brazo y alzó la vista hacia el horizonte. Apenas quedaba una hora de luz y la taberna más cercana se encontraba a casi dos. No obstante, por si caminar de noche no fuera ya suficiente problema, gracias al «delicioso encuentro» que acababa de tener con esos sinvergüenzas, no le quedaba más que la moneda de emergencia que siempre llevaba escondida entre la media y el talón izquierdo.
   —Espero que sea suficiente… —murmuró golpeando un par de veces la bota con la punta del otro pie.
   Sin tiempo que perder, introdujo la mano en el zurrón y sacó un pañuelo blanco con los bordes dorados. Se lo ató alrededor de la herida para que dejara de sangrar y, tras cubrirse el brazo con lo poco que quedaba de la manga del vestido, echó a andar.
   A punto de dar las once, divisó entre los árboles una bulliciosa casa que alumbraba el camino. Se trataba de El Puente Dorado, la famosa taberna que precedÃa a la capital de Merfjas. Sin embargo, dicha fama no era tanto por los suculentos guisos que preparaba su singular dueña como por tratarse del lugar de encuentro de la inmunda escoria que avasallaba el reino.
   SabÃa mejor que nadie que aquel no era lugar para una joven como ella y menos a esas alturas de la noche, pero la alternativa no pintaba mejor que la funesta taberna.
   Dubitativa, Rea miró de reojo el maltrecho árbol tras el que se cobijaba y siguió el contorno del tronco hasta perderlo en la inmensidad del firmamento.