Cuadros
Primera parte
Día 3 en la biblioteca, año 1345 del periodo Nurgën
En cuanto me quedé sola, empecé a oír la voz de Mirdian y las carcajadas de Nuck al otro lado de la puerta. No lograba distinguir todo lo que decían, pero parecía que le estaba poniendo al día sobre su incansable guerra con la señora Glíria.
Aunque una parte de mí ansiaba quedarse a escuchar las rocambolescas aventuras de Mirdian, en seguida me alejé y comencé a caminar tras el fuego para regresar a mi ala.
A medida que mi cuerpo alcanzaba las oscuras llamas, se desvanecían en el aire y el tatuaje de mi muñeca se iluminaba. Jamás había caminado por aquel lugar, pero me resultaba extrañamente familiar, como si la biblioteca se construyese usando el mismo patrón una y otra vez. De no ser por las estanterías y los diferentes adornos que cubrían las paredes, no sabría diferenciar un lugar de otro.
Poco rato después, llegué a una bifurcación. Cada camino estaba coronado por un magnífico cuadro con el marco de plata. En el de la izquierda, había pintada una hermosa joven casi desnuda. Tenía el cabello largo y rubio, una extraña mancha verde en forma de escama sobre el muslo izquierdo y se encontraba de espaldas a mí, con la mirada puesta en un profundo bosque; en el de la derecha, sin embargo, había una doncella con el pelo tan oscuro como el ébano. Sus ojos estaban cubiertos por una cinta granate y se encontraba sentada frente a un viejo telar con los pedales desgastados y los travesaños algo ajados.
Aunque ambos desprendían una extraña aura que conseguía erizarme la piel, no pude apartar los ojos de la inquietante joven que miraba hacia el bosque. Era absurdo, pues ni siquiera podía ver su rostro. Sin embargo, el brillo de aquella pequeña marca en su piel era tan hipnótico, que me era imposible dejar de mirarla.
Al principio, no le di mayor importancia, pero cuando empecé a notar escozor en los ojos, me di cuenta de que ya no podía parpadear. Angustiada, traté de girar el cuello para apartar la vista, pero fue inútil. Mi cabeza también había dejado de obedecerme.
Si antes lo sospechaba, ahora no cabía la menor duda: el cuadro estaba hechizado. Como sabiamente había deducido Eyra, me apasionaban los misterios, pero, dadas las circunstancias, no estaba dispuesta a descubrir el enigma que escondía este y menos a costa de convertirme en su próxima víctima.
Sin pensarlo dos veces, alcé las manos para cubrirme el rostro. Por desgracia, cuando estaba a punto de interponerlas entre mis ojos y el cuadro, se me petrificaron los brazos y no pude hacerlo.
Dolorida, intenté ser más rápida que la siniestra magia que se estaba apoderando de mí. Me tiré al suelo y giré sobre mí misma para dejar de mirarlo. Sin embargo, cuando estaba a punto de conseguirlo, mis piernas se congelaron y me quedé a merced de la hermosa doncella.
Pese a que ya no podía mover ni un solo músculo de la cabeza a los pies, mi corazón y mis pulmones seguían funcionando sin problemas. Eso solo podía significar dos cosas: o su intención no era matarme o pretendía hacerlo lentamente. Si pretendía asesinarme, solo era cuestión de tiempo que lo hiciera y, si solo petrificaba a quien osaba mirarlo, también cabía la posibilidad de acabar muerta. Faltaban horas para que anocheciera y, aunque al llegar la hora de la cena se percataran de mi ausencia y fueran en mi busca, quién sabe cuánto tiempo pasaría hasta que dieran con mi paradero. En cualquier caso, si quería seguir con vida, debía hacer algo y rápido.
Intentando no perder la calma para poder concentrarme, respiré profundamente y empecé a evaluar mis opciones. Me era imposible pedir ayuda, por lo que lo único que podía hacer era hallar la forma de romper el contacto visual con el cuadro. Por desgracia, lo único que podía ver, a parte de la marca de su muslo, era un pequeño mueble que había junto al muro de la bifurcación. Parecía que, en otro tiempo, había albergado varios cuentos, pero ahora, salvo por el polvo que se acumulaba en la repisa y las telarañas que lo atravesaban de lado a lado, estaba completamente vacío.
Por un segundo, pensé que todo estaba perdido. Mas, cuando estaba a punto de darme por vencida, se me ocurrió que tal vez podría usar el polvo. Si era capaz de levantar la suficiente cantidad, quizás lograse crear un velo lo bastante tupido como para romper su influjo sobre mí. El único problema era que no tenía forma alguna de hacerlo. No podía moverme y mucho menos abrir la boca para soplar.
Justo en ese instante, me empezaron a llorar los ojos. Llevaba tanto tiempo sin parpadear que se me estaban resecando. Dolorida y sin ideas, me rendí. Solo podía rezar y esperar que alguien se topara conmigo antes de que fuera demasiado tarde.
Como si el cuadro hubiese escuchado mis pensamientos, la larga cabellera de la doncella cobró vida y empezó a emerger lentamente del lienzo. Se deslizó silenciosamente a través del marco de plata y, simulando el suntuoso movimiento de una serpiente, alcanzó el suelo. Avanzó sigilosamente hacia mí y, en cuanto topó con mi pie, se enroscó alrededor de mi tobillo. No podía ver qué estaba haciendo, pero, tras un breve silencio, sentí varios pinchazos en el gemelo que me revolvieron el estómago.
Angustiada, se me empezó a nublar la vista y a fallar las fuerzas. No podía cerrar los ojos, pero cada vez me costaba más distinguir el cuadro.
A punto de perder el sentido, vi aparecer las puntas de su cabello frente a mi rostro. Al sentir mi agitada respiración, se retrajeron y, juntándose para asemejarse a la punta de una lanza, se precipitaron sobre mí. Por suerte, cuando estaban a punto de clavarse sobre mi frente, una sombra cruzó entre ambas y las cortó de un tajo.
Furioso por la interrupción, el cabello se repuso y se alzó por encima de mi pecho tratando de buscar al culpable del ataque. Fue entonces cuando, entre mi cara y él, se presentó mi salvadora. Se trataba de una tarántula casi tan grande como mi mano. Era peluda, de color marrón con rayas blancas y tenía los ojos grandes, brillantes y negros.
Sin dudarlo, el valiente arácnido alzó sus patas delanteras y, friccionando sus afiladas mandíbulas, empezó a emitir un amenazador ronroneo. Desgraciadamente, la feroz maniobra de disuasión no sirvió de nada y la cabellera retrocedió para atacarla. En vez de apartarse, el arácnido bajó las patas delicadamente y se quedó frente a mí para protegerme.
No tenía la más mínima idea de dónde había salido ni por qué intentaba salvarme, pero no podía quedarme de brazos cruzados mientras veía como la mataban por mi culpa.
Como seguía sin poder abrir la boca, puse las pocas fuerzas que me quedaban en lograr emitir algún sonido que la asustara. Afortunadamente y contra todo pronóstico, algo parecido a un gemido reverberó entre ambas. Aunque vi cómo se le erizaron los pelillos del abdomen al oírme, ni siquiera se inmutó. Angustiada, traté de insistir, pero antes de que pudiera coger aire para intentarlo de nuevo, el dorado mar de cabellos se precipitó sobre ella.
Cuando estaba a punto de partirla por la mitad, la joven que tejía alzó la mano hacia nosotras y un mar de hilos negros sepultó el otro cuadro, cercenando la inmensa marea de cabellos que trataba de asesinarnos. Enterradas bajo la melena sin vida de nuestra atacante, recuperé el control sobre mi cuerpo y pude, al fin, cerrar los párpados.
Pese a lo dolorida que estaba y lo mucho que me ardían los ojos, me enderecé tan rápido como pude y comencé a buscar a mi salvadora. Por suerte, se había refugiado cerca de mi cintura y en seguida note sus patas a través de la tela. Sin dudarlo, introduje la mano entre los cabellos y la rescaté.
—Menos mal… —suspiré aliviada al ver que no estaba herida—. Gracias por salvarme —murmuré todavía temblando mientras me miraba fijamente con sus adorables ojitos.
—Lýo, revisa su pierna, rápido —dijo de repente la joven que nos había salvado poniéndose en pie.
De inmediato, la tarántula saltó de la palma de mi mano y se zambulló de nuevo entre los cabellos rubios como si fuera un pez. Al llegar a mi pie, lo alzó por encima de su cabeza como si pesara menos que una pluma y se lo enseñó a la doncella.
—Aún tiene unas cuantas hebras clavadas. Quítaselas con cuidado y cubre las heridas con tu seda —le ordenó señalando mi gemelo—. No os preocupéis, en un par de días no quedará ni rastro de ellas.
Realmente no sabía cómo me sentía, si asustada, sorprendida o preocupada, pero no entendía absolutamente nada. El cabello de una doncella en un cuadro acababa de intentar asesinarme y una araña, que parecía tener la fuerza de dos personas, junto a su dueña ciega, me habían salvado. Y, por si eso no fuera lo suficientemente extraño, ahora, la araña iba a curar mis heridas siguiendo las indicaciones de alguien que se suponía que no podía verme.
Mientras intentaba buscar algún sentido a todo lo que había sucedido, Lýo comenzó a arrancar los cabellos que aún tenía clavados.
—Seguramente, aún os sintáis débil unos minutos más, así que tomaos vuestro tiempo. Las preguntas pueden esperar —indicó la joven con suavidad.
—¿Cómo sabéis qué…?
—Cualquiera tendría docenas de preguntas después de lo que ha sucedido. Pero no os preocupéis, responderé a todas ellas en cuanto Lýo termine de curaros —contestó con amabilidad sentándose de espaldas al telar.
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