Cuadros
Segunda parte
DĂa 3 en la biblioteca, año 1345 del periodo NurgĂ«n
   Me morĂa de ganas de saber quĂ© demonios hacĂa allĂ aquel cuadro o porquĂ© habĂa intentado asesinarme, pero aĂşn estaba tan mareada que decidĂ seguir su consejo. Al menos, mientras las paredes siguieran moviĂ©ndose a mi alrededor.
   Intentando ocupar mi mente con otra cosa, clavĂ© los ojos sobre LĂ˝o y me quedĂ© observándola en silencio. Pese a su gran tamaño, se movĂa con tanta delicadeza que apenas podĂa sentirla sobre la piel. De no ser por el ligero cosquilleo que me provocaban sus patas al recorrer mi pierna, ni me habrĂa dado cuenta de que estaba allĂ.
   Embelesada con su hipnĂłtica danza, no me di cuenta de que habĂa terminado de curarme hasta que acariciĂł mi tobillo.
   —Gra…gracias —balbuceé algo aturdida tratando de mostrarle mi gratitud.
   LĂ˝o me sonriĂł abriendo ligeramente sus mandĂbulas y empezĂł a trepar de regreso a mi mano. Sin embargo, al llegar a mi rodilla, se percatĂł de la herida que me habĂa hecho en el cuarto de Mirdian y se detuvo. Intrigada, ladeĂł la cabeza para ver más de cerca las suturas que me habĂa hecho la Catagly y acariciĂł con la pata uno de los pelos. En cuanto tocĂł el polen que Nuck habĂa rociado sobre la herida, se le erizĂł todo el cuerpo y empezĂł a chillar con desesperaciĂłn.
   —Eso te pasa por entrometida —indicó la joven cruzándose de brazos mientras la pobre tarántula se frotaba las patas como si le fuera la vida en ello.
   —¿QuĂ© le sucede? —preguntĂ© angustiada al ver como se retorcĂa.
   —Como muchas arañas, LĂ˝o percibe los olores a travĂ©s de sus patas delanteras. Al acariciar vuestra herida, ha debido de impregnarse con el polen que la cubrĂa y ahora intenta quitárselo porque su aroma le resulta repulsivo —aclarĂł.
   Incapaz de verla sufrir asĂ y menos despuĂ©s de haberme salvado, extendĂ mi mano para cogerla. Ofuscada, LĂ˝o alzĂł las patas como habĂa hecho ante el amasijo de pelos que intentaba matarme.
   —Tranquila, solo intento ayudarte… —murmuré algo nerviosa retrocediendo mi mano para que no se sintiera amenazada.
   Dudosa y sin dejar de frotarse la pata impregnada de polen, abandonó lentamente su amenazadora pose y me permitió acercarme.
   Sin dudarlo, tomĂ© uno de los pliegues del vestido y lo coloquĂ© frente a ella. No podĂa usar agua o saliva porque eso solo lograrĂa extender más el polen, asĂ que Ăşnicamente podĂa retirar la mayor cantidad posible transfiriĂ©ndolo a mi ropa.
   Al ver lo que intentaba hacer, extendió su pata sobre la tela y se quedó inmóvil.
   —No te deberĂa ayudar, por cotilla —dijo la joven con cierto reproche mientras yo empezaba a limpiarla con sumo cuidado.
   Molesta por sus palabras, LĂ˝o se girĂł hacia ella sin moverse ni un milĂmetro y la fulminĂł con sus dos pares de ojos.
   —No me mires asĂ, sabes que tengo razĂłn. Si no fueras tan curiosa no te pasarĂan estas cosas.
   Al notar bajo mis dedos cómo se tensaba su peludo cuerpo cada vez más, decidà intervenir antes de que la situación empeorará.
   —¿CĂłmo sabĂais que habĂa polen en mi herida? —preguntĂ© alzando la vista hacia el cuadro.
   Sorprendida por mi pregunta, la joven relajĂł su postura y sonriĂł pĂcaramente.
   —Como seguramente ya habrĂ©is deducido, soy ciega, pero eso no significa que no pueda ver —contestĂł acariciando levemente el borde de la venda que cubrĂa sus ojos.
   —¿Y cómo lográis…?
   —Mi cabello —concretó rápidamente tomando entre los dedos un mechón—. Aunque a simple vista pueda parecer tan auténtico como el vuestro, en realidad, es seda de araña, como la que posee Lýo. Y tal y como hace ella, puedo elaborarla y extenderla por doquier para percibir todo lo que me rodea.
   —Pero yo no veo nada, ni siquiera lo siento —murmuré entrecerrando los ojos para intentar discernir algo cruzando el aire.
   —Permitidme que os lo muestre.
   Sin previo aviso, la joven extendiĂł la mano sobre el telar y se hizo un corte en la palma. Nada más sangrar, acercĂł la mano a su boca y sin derramar ni una sola gota, se bebiĂł su propia sangre. En cuanto el preciado lĂquido atravesĂł su garganta, su cabello se tiñó de escarlata y se desvelĂł ante mis ojos el sangriento entramado que nos rodeaba. El tapiz que estaba tejiendo, los hilos del telar, incluso los que sepultaban el cuadro que habĂa intentado matarme, todos formaban parte de su melena. Sin embargo, lo más inquietante de todo fue descubrir que cientos, tal vez miles de finĂsimas sedas más pequeñas que la punta de una aguja, se extendĂan por todas partes, describiendo siniestramente cada contorno de lo que allĂ habĂa. HabĂa tantos recorriendo mi cuerpo que, por un segundo, se me helĂł la sangre.
   —No os asustĂ©is, no os harán ningĂşn daño —se apresurĂł a indicar al sentir como me habĂa estremecido al verlas—. Tan solo os acarician para que pueda «veros». SĂ© que puede resultar difĂcil de comprender, pero, aunque jamás pueda saber de quĂ© color son vuestros ojos o  vuestro cabello, soy capaz de distinguir cada uno de vuestros gestos, la forma que tienen vuestras heridas e, incluso, cuán rápido os late el corazĂłn.
   —Es extraordinario… —dije todavĂa sorprendida por su poder.
   Feliz por mi halago, hizo un leve movimiento con el Ăndice y el anular juntos y la intrincada red se desvaneciĂł.
   —¿Quién sois? —pregunté ansiosa por descubrir su identidad.
   —Me temo que la respuesta no es tan sencilla como cabrĂa de esperar —respondiĂł apoyándose nuevamente sobre el telar—. ÂżHabĂ©is oĂdo alguna vez hablar sobre los Érebos?
   —Creo que no —contesté con cierta rabia por no saber nada acerca de ellos—. ¿Qué son?
   —Se trata de cuadros pintados con sangre de seres mágicos.
   —¡¿Sangre?! —exclamé con una mezcla de sorpresa e inquietud.
   —SĂ, pero no os alarmĂ©is. Tan solo son necesarias unas gotas para otorgar poder al lienzo —me explicĂł antes de que me pusiera en lo peor.
   —Entonces, ¿sois uno de ellos?
   —Asà es. Ahora mismo os encontráis ante dos de los pocos ejemplares que quedan en el mundo —dijo señalando ambos retratos—. La doncella que os ha atacado se llama Irce, y yo soy Astrea. ¿Os es familiar alguno de esos nombres?
   Por la expresiĂłn de su rostro, parecĂa albergar la esperanza de que las reconociera. Sin embargo, y por más que me pesara, no tenĂa la más mĂnima idea de quienes eran.
   —¿DeberĂa…? —preguntĂ© con ahogo encogiĂ©ndome de hombros.
   Astrea se llevó la mano a la frente y, dejando escapar un gran suspiro, se sonrió.
   —Era de esperar… —murmurĂł con resignaciĂłn moviendo la cabeza hacia los lados—. Hace doscientos años que la biblioteca cerrĂł sus puertas y más de mil que nos pintaron. Normal que no hayáis oĂdo hablar de nosotras.
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