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Cuadros

Tercera parte

Día 3 en la biblioteca, año 1345 del periodo Nurgën

 

      —Lo siento…

      —No os disculpéis, no es culpa vuestra —indicó tratando de recobrar la compostura.

      Lýo, que hacía rato que se había acurrucado en mi mano para que la acariciara, alzó las patas delanteras y empezó a ronronear hacia su dueña.

      —Sí, eso es cierto —arguyó Astrea de mejor ánimo.

      —¿Qué os ha dicho?

      —Que no debería entristecerme por ello. A fin de cuentas, no soy la verdadera Astrea.

      Como si acabaran de golpearme la cabeza con un mazo, alcé una ceja y fruncí el ceño.

      Según lo que me habían contado sobre los ecos, estos solo residían en los cuentos, de modo que era imposible que ella fuera uno. No obstante, si no era la verdadera Astrea, entonces, ¿qué era?

      Al sentir lo confusa que estaba y que parecía que estaba a punto de estallarme la cabeza, Astrea se enderezó.

      —Si seguís frunciendo así el ceño os saldrán arrugas —indicó intentando que me calmara antes de que empezara a salirme humo por las orejas.

      —¡Ah! Sí, lleváis razón —farfullé algo avergonzada frotándome la frente—. Perdonad, es que vuestras palabras me han dejado, ciertamente, desconcertada… —confesé—. Por un momento pensé que tal vez podríais ser un eco, pero no pertenecéis a ningún cuento.

      —Eso tampoco es del todo cierto… —dijo medio sonriendo mientras ladeaba ligeramente la cabeza.

      Ahora sí que estaba completamente perdida. Era obvio que era un cuadro, realmente extraño y algo inquietante, sí, pero un cuadro, a fin de cuentas. Sin embargo, ahora insinuaba que también tenía su propia historia en algún rincón de la biblioteca. ¿Cómo era eso posible?

      Aturdida y con los ojos abiertos como un búho, me quedé helada sin saber que decir.

      Conmovida por mi expresión, Lýo se levantó y, de un salto, subió al marco de su dueña. Erizando cada uno de los pelos de su cuerpo, agitó sus pequeñas mandíbulas y empezó a ronronear con fuerza hacia Astrea. Apenas refunfuñó más de unos segundos, pero cuando terminó de hablar, cruzó las patas delanteras y se quedó mirándola con cierto reproche.

      Me pareció tan adorable su actitud, que tuve que hacer uso de cada ápice de mi férrea voluntad para no levantarme e ir a aplacar su pataleta con mimos.

      —Sí, sí, no hace falta que te pongas así. Ya sé que es culpa mía —contestó acercándose al marco.

      —¡Gshhh!

      —¡Sí! ¡¿No ves que ya voy?! —espetó indignada señalándome con la mano.

      Pero lejos de aplacar la ira de Lýo, esta ladeó lentamente su cabeza y le lanzó una mirada de completo desdén.

      —¡Por el amor de los dioses, qué insufrible eres a veces! —exclamó Astrea apoyando las manos sobre la cintura—. ¡Argh!

      No tenía ni la más mínima idea de qué le había recriminado, pero Astrea estaba realmente alterada.

      —Bien —murmuró para sí misma volviendo al centro del lienzo—, comencemos de nuevo, pero esta vez, como es debido —recalcó como si tratase de complacer a Lýo—. ¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó con amabilidad mientras trataba de serenarse.

      —Me llamo Rorlin.

      —Rorlin, os debo una disculpa —dijo inclinándose levemente ante mí—. Como bien se ha encargado de apuntar Lýo —indicó señalándola con un gesto seco—, no he sido demasiado clara con mis palabras. De modo que permitidme que me redima y os explique mejor lo que somos.

      Satisfecha, Lýo dejó escapar una especie de quejido de aprobación. Se giró con la misma sequedad que le había profesado Astrea y, con paso lento pero pomposo, empezó a descender por la pared para regresar a mi lado.

      Al sentirla, la joven arqueó su ceja izquierda y volvió a respirar profundamente para no dejarse arrastrar por su insolencia. Lýo, que notó en seguida lo tensa que se había puesto, ralentizó aún más su paso y empezó a contonear su abdomen como si fuera un pavo.

      —Mi paciencia tiene un límite, Lýo… —masculló apretando cada vez más los dientes.

      Al oír su advertencia, la tarántula se detuvo bruscamente. Mas, cuando parecía que por fin había decidido dejar de molestarla, comenzó a volver sobre sus pasos marcha atrás.

      Incapaz de tolerar semejante descaro, Astrea alzó furiosamente su mano hacia un lado tirando de sus hilos y la pobre Lýo salió volando por los aires.

      —¡Ñiiiiiiiiiiiii!

      Sin pensarlo, me enderecé tan rápido como pude y me lancé sobre el mar de cabellos para atraparla. Por suerte, logré alcanzarla antes de que se estrellase contra el suelo.

      —¡Uf, por los pelos! —resoplé aliviada al verla aferrada a mis dedos.

      Lýo, todavía en shock por el inesperado vuelo, tenía los ojitos vidriosos y resoplaba tan rápido que parecía estar a punto de parársele el corazón.

      —¿Te encuentras bien? —pregunté con ahogo acariciando su cabecita para que se le pasara el susto.

      La pobre tarántula asintió y, frotándose ligeramente contra mis dedos para agradecerme la ayuda, se giró hacia Astrea. Muy lentamente, alzó las patas delanteras y, señalando sus propios ojos para luego apuntar a los de su dueña, volvió a bufarle.

      —No me mires así, no es culpa mía que no veas por dónde pisas —le recriminó—. De todas formas, tal vez haya sido lo mejor, ¿no crees? Gracias a este «inesperado tropezón», de ahora en adelante seguro que te lo pensarás dos veces antes de burlarte de quien te presta su cabello para moverte.

      —Gshhh…

      —En fin, prosigamos —dijo haciendo caso omiso a ese último bufido.

floritura

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