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Los cuadros de Irce

Día 3 en la biblioteca, año 1345 del periodo Nurgën

 

      —No os sintáis mal por nosotras —me pidió de repente Astrea sacándome de mi pesarosa abstracción.

      —¿Eh?

      —Sé que ahora mismo estaréis pensando que nuestra existencia es horrible o, incluso, una maldición. Pero nada más lejos de la realidad —dijo con una gran sonrisa en los labios—. Es cierto que estamos obligadas a permanecer dentro de los límites de este viejo marco, pero, gracias al maestro Frërdag y Eyra, estamos vivas y somos capaces de proteger a todo aquel que es atrapado por el siniestro influjo de Irce —aclaró con una mezcla de gratitud y fervor.

      —¡WIG!

      Avergonzada por haber dado por sentado cómo debían de sentirse, bajé la vista y sacudí ligeramente la cabeza. No solo parecían ser felices de ser lo que eran, sino que estaban orgullosas de haber sido creadas para tal noble propósito.

      —Perdonadme —dije arrepentida acariciando la cabecita de Lýo—, no pretendía ser presuntuosa…

      —No es necesario que os disculpéis —señaló Astrea al ver lo mal que me sentía—. Es lógico que lo pensarais. A fin de cuentas, nuestro caso es especial. No solo por las circunstancias que rodearon nuestro nacimiento, sino por el lugar donde fuimos confinadas —dijo señalando la biblioteca.

      —¿Qué queréis decir?

      —Que no somos como la mayoría de Érebos. Nosotras no fuimos creadas para herir o asesinar, sino para proteger, y nada menos que a los distinguidos miembros de la biblioteca de Zoria —contestó satisfecha de la labor que se les había encomendado.

      —En ese caso, se podría decir que vosotras e Irce sois como las dos caras de una misma moneda, ¿no?

      —Wigui, wig.

      —Exacto, ni yo misma lo habría dicho mejor.

      —Pero hay algo que aún no entiendo. ¿Por qué se arriesgaría Eyra a tener en la biblioteca un cuadro tan peligroso como el de Irce? —pregunté incapaz de comprender qué le había empujado a colocar allí semejante amenaza.

      —Como todo bajo este techo, eso tiene una explicación bastante enrevesada —dijo Astrea frotándose la venda de los ojos—. Pero primero, puesto que no sabéis quién es, os hablaré sobre Irce —indicó señalando su cuadro mientras Lýo se acomodaba para escuchar—. Según lo poco que nos contó Eyra cuando el maestro Frërdag terminó de pintarnos, Irce, la cual poseía el poder de arrebatar la juventud y la belleza a través de la piel, mandó pintar diez Érebos con su retrato. Desconozco por completo los detalles sobre su historia o lo que le empujó a cometer semejante aberración, pero los lienzos acabaron vagando por todas partes cobrándose una víctima tras otra. Afortunadamente, con el paso de los años, varios fueron destruidos, otros se perdieron y algunos, como este, fueron apartados del mundo —señaló con cierto aire de misterio—. Obviamente, Eyra no podía dejar a merced de Irce a sus preciados miembros, así que decidió sellarlo en una recóndita sala de la biblioteca. Por desgracia, no sirvió de nada. Su poder era tan grande que, pese a estar cautivo, logró atraer a una joven hasta el lugar donde se encontraba y a punto estuvo de cobrarse su juventud. Preocupada por la seguridad de sus lectores y viendo que su magia no podía contenerla, llamó al maestro Frërdag, el cual ya conocía la existencia de los cuadros. Al principio, trató de modificar el lienzo, pero la sangre con la que estaba pintado era tan oscura que ni siquiera le permitió acercarse. Viéndose incapaces de detenerlo, decidieron combatir el fuego con fuego y se dispusieron a crear otro Érebos. Sin embargo, la tarea no era tan sencilla como aparentaba. Necesitaban a alguien tan poderoso como Irce, capaz de enfrentarse a ella y salir victorioso —explicó—. Dispuestos a encontrar al candidato perfecto, comenzaron a revisar los cuentos de la biblioteca y no se detuvieron hasta dar con él. No sé cuánto tiempo estuvieron buscando, pero gracias a los dioses, al final hallaron a Lýo y Astrea.

      —¿Quiénes son? ¿Cuál es su historia? —pregunté ansiosa por descubrir el motivo por el que las eligieron.

      —Wigui, wigu gu… —gimoteó Lýo haciendo pucheros.

      —¿Qué sucede?

      —Al parecer, su cuento es uno de los más peligrosos que alberga la biblioteca. Así que, para evitar que nuestra existencia animara a los miembros a leerlo, Eyra decidió ocultarnos su historia para que no pudiésemos avivar su fama. De hecho, se aseguró de sellar sus ecos antes de que cobrásemos vida para que no tuviésemos ningún contacto —respondió con pesar—. Por eso Lýo se pone tan triste. Le habría gustado conocer a su «hermana gemela».

      —Wigui gu… —murmuró mirándome con sus cuatro ojazos llenos de lágrimas.

      A punto de rompérseme el corazón, la acerque hasta mi rostro y frote su cabecita contra mi mejilla para consolarla.

      —No llores, por favor —le supliqué retirando con dulzura las lágrimas que se quedaban atrapadas en los pelitos alrededor de sus ojos—. Te prometo que algún día te llevaré a conocerla.

      Sorprendida, abrió los ojos como platos y saltó sobre mi cara. Se aferró a mi mejilla temblando como si bajo ella hubiese un río de lava y empezó a ronronear frotándose contra mi piel.

      Astrea, que no podía creer lo que acababa de prometerle, se cubrió la boca emocionada y se quedó contemplándonos.

      —Si en verdad deseáis cumplir esa promesa, no será tarea fácil —apuntó tras un breve silencio.

      —Lo sé.

      —Además, aunque logréis adquirir el nivel suficiente para completar el sello, seguramente Eyra no permita el encuentro… —aventuró con amargura.

      —Puede, pero haré todo lo que esté en mis manos para que cambie de opinión. Os lo aseguro —dije con determinación acariciando el cuerpo de Lýo.

      Aunque Astrea no insistió más, pude notar que, en el fondo, no creía que pudiera persuadir a Eyra y menos después de tantos siglos. No obstante, y pese a sus dudas, asintió gentilmente y me dedicó una sonrisa. Por improbable que fuera que lograse cumplir mi promesa, ella también deseaba hacer realidad el sueño de Lýo.

      —¿Y qué sucedió después?

      —¿Eh?

      —La historia. ¿Cómo continúa? —pregunté ansiosa por conocer el final.

      —¡Oh, sí, la historia! —exclamó llevándose una mano a la cabeza—. Cierto. Pues en cuanto encontraron a Lýo y Astrea, el maestro Frërdag usó la sangre de sus ecos y se puso manos a la obra. Estuvo ocho días con sus noches pintando sin descanso, pero, al amanecer del noveno, finalizó su obra y nos dio vida. Tras explicarnos qué éramos y cuál era nuestra misión, nos trajeron a este cruce junto a Irce. Desde entonces hemos estado custodiándola.

      —Eso lo explica todo… —comenté—. Ya me extrañaba que Eyra introdujera en la biblioteca un artefacto tan peligroso sin una razón de peso.

      —Tened por seguro que cada decisión que toma Eyra está siempre bien meditada. Nunca da un paso sin haber analizado con detenimiento sus riesgos y consecuencias.

      Eso era cierto. No había tratado mucho con Eyra, pero, por las conversaciones que habíamos compartido hasta hora, se notaba que era muy meticulosa y concienzuda.

floritura

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