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La promesa de Lýo

Día 3 en la biblioteca, año 1345 del periodo Nurgën

 

      —En cuanto al cuadro de Irce, ¿cómo funciona exactamente? No me gustaría volver a sucumbir a él de nuevo —pregunté con cierta inquietud.

      —¡Wigui, wigui wi! —exclamó Lýo agitando con fuerza una de sus patas en el aire mientras se apartaba de mi cuello.

      —Sí, sí. Ya sé que, mientras nosotras estemos aquí, Irce jamás se saldrá con la suya —se apresuró a indicar ante el fiero grito de su compañera—. Pero, como ya sabes, no podemos intervenir hasta que su cabello sale del cuadro y, hasta que llega dicho momento, sus víctimas, como Rorlin, pasan un auténtico calvario —le recordó señalándome—. ¿O acaso tantos años de inactividad han hecho que se te olvide ese «diminuto» detalle? —preguntó enojada apoyando la mano derecha sobre la cadera.

      Como si le hubiera echado un jarro de agua fría encima, Lýo se quedó petrificada y mirándome de reojo, comenzó a bajar la pata lentamente.

      —Wigui… —masculló entrelazando con abatimiento sus mandíbulas.

      —Exacto, por eso mismo deberíamos explicarle cómo evitarlo, ¿no crees?

      Derrotada, Lýo asintió sin mucho afán y agachó la cabeza. Sin embargo, cuando Astrea estaba a punto de responder a mi pregunta, saltó al suelo y, con los pelos erizados como si le hubiese dado un chispazo, empezó a bufar como una loca.

      Al principio, Astrea se disgustó por su tosco comportamiento, pero a mitad del estrafalario discurso de su compañera, relajó el ceño y puso gesto de preocupación.

      —Es verdad… —murmuró llevándose la mano a la boca—. Llevas toda la razón… Entonces, ¿qué podemos hacer?

      Lýo cesó su intenso alegato y, girándose hacia mí, empezó a rascarse la cabeza con una de sus patitas como si se estuviera devanando los sesos.

      —¿Qué ocurre? —pregunté tratando de averiguar qué era lo que les preocupaba tanto.

      —Pues que, si evitáis el embrujo de Irce, no podremos volver a hablar con vos —contestó con tristeza.

      —¿Por qué?

      —Por nuestro detonante. Cada Érebo tiene el suyo propio y, hasta que no se produce, no emerge su magia —aclaró—. Al igual que ella no actúa hasta que alguien joven y hermoso se presenta ante su cuadro, nosotras no cobramos vida hasta que acomete contra sus víctimas.

      —¿Queréis decir que cada vez que quiera hablar con vosotras tendré que dejar que Irce me petrifique y me ataque con su siniestra cabellera?

      —¡Wig!

      —Eso me temo… —contestaron las dos a la vez.

      Ni por todo el oro del mundo volvería a dejarme hechizar por esa miserable arpía, pero tampoco quería renunciar a ellas. No solo porque me hubiesen salvado la vida, sino porque, de alguna forma, entendía cómo se sentían. Tal vez no habíamos compartido la misma experiencia, pero las tres conocíamos bien lo que era la soledad. No me había atrevido a preguntar por temor a reabrir viejas heridas, pero, dada su naturaleza y lo peligroso que era aquel maldito cruce, no me extrañaría lo más mínimo que los miembros de la biblioteca evitasen pasar por él a toda costa. Si a eso le sumábamos la precipitada clausura de la biblioteca, tal vez yo era la primera persona con la que hablaban desde hacía siglos.

      —No os preocupéis —dijo con su mejor sonrisa al notar lo mucho que me había afectado la noticia—. Entiendo perfectamente que no deseéis repetir una experiencia tan horri…

      —Lo haré —dije con firmeza interrumpiéndola.

      —¡¿EH?!

      —¡¿WIG?!

      Mi temeraria decisión les afectó tanto que Astrea se quedó con la boca abierta y a Lýo le empezaron a temblar las patas.

      —Obviamente, no podré venir cada día a veros —maticé antes de que Lýo le diera un síncope de la emoción—, pero prometo visitaros siempre que pueda.

      Entusiasmada, Lýo regresó a mi lado dando saltitos y empezó a producir toda clase de entrañables sonidos.

      —¡Ja, ja, ja, más te vale, porque seguro que Rorlin te toma la palabra! —exclamó Astrea rompiendo a reír a carcajadas.

      —¿Qué ha dicho? —pregunté riendo al ver como Lýo hacía gestos raros mientras se movía de un lado a otro como si le estuvieran dando calambrazos.

      —Que la próxima vez que vengáis será más veloz que una flecha para que Irce no pueda poneros ni un solo pelo encima —tradujo todavía riendo.

      Conmovida por su disposición, me incliné hacia ella y extendí ante sus ojos mi dedo meñique.

      —¿Lo prometes? —pregunté sonriente agitándolo ante ella.

      Tan sorprendida como halagada por mi gesto, abandonó súbitamente su gracioso repertorio de posturas y se detuvo ante mi dedo. Con los ojos brillantes, asintió dulcemente y, saltando sobre mi mano, empezó a envolver mi meñique con su seda. Movía tan rápido sus patas que, por más que lo intenté, me fue imposible seguir sus movimientos.

      —¡Wig! —exclamó sonriente al finalizar su danza.

      Intrigada, acerqué la mano a mi rostro y descubrí que había creado sobre mi piel un precioso anillo con su telaraña. Tenía un aspecto muy suave, pero al tacto se notaba tan firme como si hubiese sido forjado en plata.

      —Lýo tiene una forma muy peculiar de hacer promesas —explicó al ver que me había quedado anonadada—. Piensa que las palabras se olvidan fácilmente, pero las joyas no.

      —Tal vez tenga razón —dije con una sonrisa de oreja a oreja—. Dudo que alguien pudiese olvidar un regalo así —añadí acariciando con dulzura la peluda cabecita de mi benefactora—. Gracias. Cuidaré bien de él hasta que volvamos a vernos.

      —¡Wig wig!

      —Entonces esto es una despedida, me temo —indicó Astrea con aflicción levantándose del telar—. Ven, Lýo —indicó extendiendo su brazo hacia nosotras.

      Entristecida por la separación, puso de nuevo esos atribulados ojazos que me habían robado el corazón y estiró sus patitas hacia mi cara para que me acercara. A punto de echarme a llorar por lo adorable que era, bajé mi rostro para que pudiera acariciar mi mejilla y la estreché contra mí para despedirnos.

      —Wigui wigui wi… gu —dijo frotando sus mandíbulas contra mi piel.

      —Dice que os echará mucho de menos y que espera que regreséis pronto a vernos —tradujo antes de que yo le preguntase—. Aunque, si me permitís el consejo, yo esperaría como mínimo hasta que os recuperéis del todo. Seguro que vuestras piernas os lo agradecerán —matizó señalando mis rodillas.

      —Eso haré —aseguré sin apartar la vista de Lýo—. Yo también te echaré de menos, pequeñaja…

      Acariciándome por última vez, se apartó de mí y bajó al suelo. Atravesó como un rayo los restos de la cabellera de Irce y se subió al marco de un salto.

      —Gracias por haberme salvado —dije con voz temblorosa intentando mantener la sonrisa.

      —No hay de qué. Al fin y al cabo, es nuestro trabajo. ¿Verdad, Lýo?

      —¡Wigui! —exclamó asintiendo con firmeza.

      Incapaz de no sonreírme una vez más, me puse en pie y me acerqué a su cuadro.

      —Ha sido un placer conoceros, Rorlin —dijo acercándose a Lýo para recogerla.

      —Lo mismo digo.

      —Y, aunque sé que no hace falta que os lo diga, tened mucho cuidado. La biblioteca está llena de maravillas, pero también alberga cosas con las que desearíais no cruzaros jamás —me advirtió con una seriedad que no había mostrado en ningún momento—. Adiós, Rorlin.

      Cuando sus labios terminaron de pronunciar mi nombre, Lýo saltó al interior del cuadro y, en cuanto se escondió en la cabellera de su dueña, el cuadro volvió a la normalidad como si jamás hubiese estado vivo.

      Con la inquietante advertencia de Astrea aún retumbando en mis oídos, los hilos que sepultaban el cuadro de Irce y sus cabellos desperdigados por el suelo se convirtieron en ceniza y el cruce quedó exactamente igual que estaba antes de yo llegara.

      De inmediato, cubrí mis ojos con la mano y apartándome de los cuadros, retomé con paso ligero la ardiente estela de llamas. Sin detenerme, seguí su rastro y, en apenas unos minutos, estuve de regreso en el ala. Sabía que tenía que sellar mi libro, pero me dolía tanto el cuerpo que lo dejé para otra ocasión.

      Según entré en la habitación, me descalcé y me tumbé sobre la cama. Habían sucedido muchas cosas, tal vez demasiadas, y necesitaba tiempo para asimilar todo lo que había descubierto. Sin embargo, ni siquiera me dio tiempo a pensar sobre ello. En cuanto mi cuerpo empezó a relajarse, se me cerraron los ojos y me quedé profundamente dormida.

floritura

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