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La hora del té

Segunda parte

Día 4 en la biblioteca, año 1345 del periodo Nurgën

 

      —Lo… lo siento mucho… —balbuceó Nialdry temblando sin levantar la vista del suelo—. No pretendía molestar a nadie…

      Al ver que estaba a punto de echarse a llorar, me acerqué hasta ella y, levantando suavemente su mentón, limpié sus lágrimas.

      —No le hagáis caso a Mirdian.

      —¡Ey! ¡Qué estoy aquí! —refunfuñó alzando las alas—. Si vas a menospreciarme, al menos ten la deferencia de hacerlo cuando no esté presente.

      —Lo que quiero decir es que, pese a que, a veces, puede resultar un tanto mordaz, en el fondo tiene un gran corazón —expliqué antes de que la Sirzan me pusiera a la cabeza de su lista de venganzas.

      —En… entonces, ¿no iba a comerme de verdad? —preguntó medio hipando mientras me miraba con sus tiernos ojazos.

      Sin poder evitarlo, desvié la mirada hacia Mirdian, la cual, a espaldas de Nialdry, comenzó a asentir fervientemente en el más absoluto silencio.

      —Seguro que no… —contesté tratando de parecer lo más convincente posible después de lo que acababa de ver—. Pero, por si acaso, será mejor que reservéis vuestro entusiasmo para cuando ella no este, ¿os parece bien?

      Agradecida por mis palabras, apoyó la pata sobre mi mano y asintió recuperando la sonrisa.

      A primera vista, Nialdry no aparentaba ser gran cosa. Sin embargo, acababa de demostrar lo fuerte que era. No solo se había sobrepuesto al intento de «asesinato» por parte de Mirdian, sino que además había sido capaz de sonreír después de ello. Era obvio que su pasado no escondía tanta oscuridad como el mío, pero tenía sus propias cicatrices, las cuales parecían haber influido en su personalidad.

      —Bien, ahora que todo está solucionado, será mejor que pasemos a la mesa —dijo Eyra invitándonos a avanzar hacia ella.

      —Pero ¿y los demás? —preguntó Nialdry con cierta congoja.

      —Me temo que la señora Glíria tenía un asunto que atender, pero me ha prometido que se unirá a nosotros más tarde.

      —¿Y Darzs…?

      En cuanto pronunció aquel nombre, Eyra no pudo disimular su malestar y se detuvo.

      —¿Quién narices es ese tal Darzs? —preguntó Mirdian sin miramientos, posándose sobre el respaldo de una de las sillas.

      No necesité que nadie respondiese a su pregunta para saber que aquel tema las ponía muy incómodas a ambas. Tanto era así que Eyra perdió la sonrisa y Nialdry agachó por completo las orejas.

      —Es otro Mainrog. Llegó anoche junto a Nialdry —aclaró Eyra.

      —No va a venir, ¿verdad? —preguntó con voz quebradiza.

      Fue tan evidente la respuesta en el rostro de la guardiana que la pobre Mainrog bajó la mirada derrotada.

      —Lo siento mucho, todo es por mi culpa… —murmuró muy triste restregándose la nariz.

      —No digáis eso. Lo más seguro es que solo necesite unos días para acostumbrarse a su nuevo hogar y a la presencia de Rorlin, nada más —le aseguró Eyra tratando de animarla.

      —No es por eso —se apresuró a corregir—. Bueno, es cierto que los humanos no le agradan, pero si no ha aceptado la invitación es por mí, porque me odia…

      —¿Qué queréis decir? —pregunté incapaz de comprender cómo podía detestar a Nialdry más que a mí.

      —A nuestra raza solo le está permitido abandonar la ciudad con un salvoconducto concedido por el rey y, como podréis imaginar, no se conceden demasiados. De hecho, tan solo hay uno que se convoca regularmente y al que cualquiera puede optar, y ese es el que se otorga para venir a la famosa biblioteca de Zoria. Para conseguirlo, hay que superar varias pruebas de intelecto y solo aquel que alcanza la mayor puntuación obtiene el privilegio de convertirse en uno de sus miembros. Sin embargo, en esta ocasión, fuimos dos los que logramos tal proeza: Darzs y yo. Como hacía siglos que la biblioteca estaba cerrada, el rey consideró que ambos merecíamos acudir y nos concedió un salvoconducto a cada uno en vez de forzar un desempate. Darzs, al ser el hijo del mariscal, consideró una humillación que se le concediera a una simple plebeya como yo el mismo privilegio que a él y trató de que el rey cambiara de opinión. Afortunadamente, no logró hacerlo, pero, desde entonces, ni siquiera me dirige la palabra. Me considera la causa de su deshonra.

      —¡Será canalla! ¡Menudo impresentable de pacotilla! —espetó Mirdian sumamente ultrajada—. ¡¿Y qué más le daba que tú también vinieses?!

      Sorprendida de que la Sirzan la apoyara de aquella forma, Nialdry tardó unos segundos en responder.

      —Pu… pues no… no lo sé… —farfulló nerviosa—. Supongo que no le agradó la idea de que pusieran a alguien como yo a su misma altura —dijo con vergüenza y malestar.

      —¡Escúchame bien, bigotitos! —le pidió aterrizando a sus pies—. Tal vez no tengas mesura alguna al hablar —dijo apoyando el ala sobre su pecho—, pero tienes otras cualidades maravillosas de las que deberías sentirte sumamente orgullosa. No solo eres capaz de crear unos postres deliciosos famosos en todo el mundo, sino que además has logrado por ti misma una plaza en la biblioteca —señaló con tono casi heroico—. Así que jamás vuelvas a permitir que nadie te haga sentir inferior, y mucho menos el hijo de un pomposo mariscal que seguramente no sepa ni subirse a un árbol como Dios manda sin lloriquear pidiendo ayuda a su «papi».

      Sobrecogida por aquel inspirador discurso, Nialdry se quedó paralizada con los ojos llorosos. Entonces, sin previo aviso, se abalanzó sobre Mirdian y la estrechó con fuerza entre sus brazos.

floritura

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