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Capítulo 4

El instinto de Endra

      Si bien estuvo tentada de desmentir aquella nefasta acusación, enseguida desechó la idea. Y no solo por temor a empeorar aún más la situación, sino porque, aunque la joven que había entrado parecía ser más sensata que la cocinera, si algo le había enseñado la vida era a no fiarse de las apariencias.

      Escudriñándola de los pies a las trenzas como si tratara de ver a través de su cuerpo, Marilca esgrimió una mueca de desaprobación.

      —¿Y se puede saber cómo has llegado a esa «brillante» conclusión? —quiso saber frotándose con desazón la marca de la frente.

      —¡No hay más que echarle un vistazo para darse cuenta de que es una vil amante de lo ajeno! —espetó recorriendo fugazmente la silueta de Rea con la punta del cuchillo.

      Resoplando como una de las cazuelas que había sobre el fuego, la joven puso brevemente los ojos en blanco.

      —Sí, lo olvidaba, tu singular sexto sentido… —masculló con cierto hastío negando con la cabeza.

      —¡Exacto!

      —Ya, claro —afirmó rascándose la mejilla—. No obstante, esta vez me gustaría asegurarme de que realmente estás en lo cierto antes de convertir a esta pobre chica en el almuerzo de mañana…

      ¡¿ALMUERZO DE MAÑANA?!

      —¡¿Cómo demonios te atreves a poner en tela de juicio mi audaz instinto?! —replicó ofuscada hinchando los mofletes como dos esporas de Díkars.

      —¡¿Yo?! —exclamó señalándose a sí misma con inocencia—. Nooo, que va. ¡Los dioses me libren de cometer semejante herejía! —contestó con ironía haciendo aspavientos con las manos—, pero, verás, después de descubrir que los últimos siete «ladrones» que pisaron tu cocina no eran más que pobres clientes despistados o algo borrachos, comprenderás que quiera cerciorarme del todo que no te equivocas en esta ocasión, ¿no crees?

      Dudosa, Endra miró por el rabillo del ojo a Rea y frunció el ceño.

      —Está bien… —concluyó, tras un tenso silencio—. ¡Pero que conste que tengo razón! —insistió apoyando peligrosamente la punta del cuchillo sobre su pecho.

      —Claro, claro…

      —¿Y bien? ¿Cómo propones que nos aseguremos? —preguntó volviendo a poner los brazos en jarra.

      —Muy sencillo. Respondiendo a dos simples preguntas —explicó alzando dos dedos entre ambas—. Primera: ¿dónde estaba cuando la encontraste?

      —Pues frente a la puerta de atrás, con el puño en alto.

      —Ajá… ya veo… —murmuró cogiéndose por el mentón—. ¿Y te amenazó con algún arma para entrar a la cocina?

      —¡Se le podría haber ocurrido! —clamó indignada blandiendo el arma en alto.

      —Entonces, mi queridísima Endra… —farfulló apretando cada vez más los dientes—, ¡¿se puede saber en nombre de la calvorota del tío Gungrus como puñetas puedes pensar que se trata de una ladronzuela?!

      —Pues…

      —¡No, ni se te ocurra tratar de responder, no vaya a ser que se te desprenda el poco cerebro que te queda ahí dentro! —le advirtió señalando su pequeña cabecita.

      —¡Pero…!

      —¡Ni peros, ni peras, ni las patillas de la abuela! —estalló poniéndose casi tan roja como la sangre que bañaba la tabla de deshuesar—. ¡Aparta ahora mismo ese cuchillo de ella y pídele disculpas!

      —¡Pe…!

      Antes de que pudiera objetar por segunda vez, las marcas del rostro de Marilca se iluminaron y el fuego de la chimenea estalló hasta alcanzar el techo, cubriendo la cocina con un mar incandescente de ascuas.

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