CapÃtulo 3
La cocina
   Acongojada, Rea miró el ensangrentado filo cubierto de cartÃlagos y plumas para después volver la vista sobre la niña.
   —Una… huésped… —contestó con un hilo de voz alzando las manos en alto.
   —¡¿Una huésped?! —repitió recelosa, escudriñándola con los ojos levemente entornados.
   —SÃ… —musitó tragando saliva con dificultad.
   —Si eso es cierto —prosiguió deslizando la punta del cuchillo hasta el interior de una de sus fosas nasales—, ¿por qué diantres no has entrado por la puerta principal como todo hijo de vecino, eh?
   Temerosa de que, fuera cual fuera su respuesta, aquella crÃa le ensartara el cerebro como si estuviera preparando brochetas, Rea retrocedió levemente.
   —Por… porque no querÃa cruzarme con, como tan acertadamente los habéis descrito, esa panda de rufianes a causa de la cual estáis inmersa entre vÃsceras de dorqui… —expuso con elocuencia señalando una de las jugosas ternillas que habÃa atorada en el filo del cuchillo.
   Por un segundo, aquella condescendiente explicación pareció complacer a la singular cocinera. No obstante, tan pronto los ojos de Rea esbozaron un atisbo de alivio, la niña la agarró del pescuezo como si pesara menos que un cacho de pan y la introdujo a las bravas en la cocina.
   —¡Y un cuerno! —masculló ofuscada llevándola en volandas hasta la mesa donde yacÃan los caparazones de dorqui que estaba deshuesando—. ¡Tú has venido aquà a desvalijarnos la despensa! —aseguró señalando con el cuchillo la pequeña estancia que habÃa junto a la chimenea, debajo de las escaleras.
   —¡No, de verdad, os lo juro! —insistió aterrada agarrándose a su menudo brazo mientras las cabezas de los desdichados dorquis la observaban sin vida desde la ensangrentada tabla de cortar.
   —¿Se puede saber a qué vienen esos gritos, Endra? —preguntó, de repente, una muchacha que entraba por la puerta que daba a la barra.
   Si bien era evidente que compartÃan alguna clase de parentesco, aquella joven, ataviada con un sencillo vestido rojo y un mandil con flecos manchado de espuma de cerveza, era un par de años mayor que la cocinera. TenÃa el cabello castaño oscuro, liso y largo hasta casi alcanzar la cintura. Sus ojos eran de un aterciopelado azul cobalto y su piel casi tan tostada como la corteza de la hogaza que yacÃa cortada en rebanadas sobre una cesta de mimbre junto a la cabeza de Rea. Además, al contrario que su atacante, tenÃa las orejas puntiagudas, las cuales sobresalÃan ligeramente por su melena, y lucÃa una extraña marca blanca en la frente y dos más sobre las mejillas.
   —¡Por el amor de los dioses, Endra! —exclamó dejando abruptamente las jarras de cerveza que cargaba en las manos sobre el borde de la repisa de la chimenea—. ¡¿Qué narices estás haciendo?!
   —¡¿No es obvio?! —preguntó zarandeando el cuchillo en el aire.
   —Pues no.
   —¡Argh, Marilca! —gruñó tirándose de los párpados hacia abajo con desesperación—. A veces haces que me cuestione si en verdad compartimos la misma sangre…
   —Lo mismo podrÃa decir yo de ti, Endra —apostilló arrugando la nariz con desgrado.
   Palmeándose la frente, la cocinera resopló y puso brevemente los ojos en blanco.
   —Pues para tu información, querida Marilca —prosiguió remarcando su nombre con retintÃn—, estaba a punto de darle un escarmiento a esta ladronzuela.