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Guerra frĂ­a

Día 3 en la biblioteca, año 1345 del periodo Nurgën

 

      No podía negar que la auténtica identidad de Sicerd me había pillado por sorpresa. De hecho, estaba tan aturdida por el descubrimiento que aún me temblaban las manos. Sin embargo, al recordar que había un regalo suyo esperándome en el comedor y tenía el beneplácito de Eyra para leer mi primer cuento en solitario, regresé como un rayo a la cama y terminé de desayunar.

      En cuanto no quedaron más que migas y botes de mermelada a medio terminar, fui al armario a descubrir mi nuevo vestuario. No estaba segura de cual de todos aquellos vestidos era el más adecuado para andar por la biblioteca, así que me decanté por el más sencillo de los cuatro y me cambié.

      Era completamente negro, salvo el pecho y el borde zurcido de la falda, que eran de color azul oscuro. Tenía las mangas largas y finas y un corsé con dos correas atadas a la cintura. De él, colgaba una cola con pliegues un poco más larga que el resto del vestido. Sin duda, la mezcla perfecta entre elegancia y comodidad.

      Al acabar, me coloqué frente al espejo para verme. Obviamente, me quedaba como un guante, Glíria se había encargado de ello. Al mirar mi reflejo, apenas pude reconocerme, pues estaba acostumbrada a llevar ropa vieja, de segunda mano, rota y más roída que el hueso de un perro. Así que enfundarme ahora en un vestido tan refinado y hermoso no solo me hacía sentir inquieta, sino hasta algo avergonzada.

      Intentando acostumbrarme a mi nueva apariencia, alcé la mano hacia el techo y girándola, salí del libro. En cuanto me encontré en la sala, las llamas de fuego negro se avivaron y me dirigí a la puerta. Abrí y tomé el pasillo a mi derecha con decisión. No obstante, a los pocos pasos me detuve. ¿Cómo iba a ir al comedor si no tenía la más remota idea de donde se encontraba? Había llegado a él y me había marchado de la misma forma, inconsciente.

      Incapaz de darme por vencida al primer obstáculo, pensé en aceptar el ofrecimiento de la señora Glíria, pero, de nuevo, salvo gritando a pleno pulmón, no sabía cómo podía llamarla.

      A punto de lanzarme a vagar por los pasillos de la biblioteca hasta dar con él, escuché un estruendo no muy lejos de allí. No tenía muy claro dónde había sido, pero sonaba como si se hubiera caído una torre de platos al suelo.

      Pese a que no sabía quién había provocado aquel ruido, sentí más curiosidad que miedo y me dirigí, en silencio, hasta su origen. Caminé por varios pasajes y unas cuantas salas llenas de cuentos, pero no vi nada tirado en el suelo ni que pudiera haber provocado tal escándalo.

      Empezando a pensar que tal vez habría sido todo fruto de mi imaginación, llegué hasta un enorme pasaje iluminado por docenas de copos de nieve de color azul flotando en el techo. Pese a su frío aspecto, desprendían una suave luz tan cálida que parecía que me encontraba bajo el sol y no entre los muros de la biblioteca.

      Ensimismada con aquel insólito descubrimiento, me quedé parada en mitad del pasadizo. Sin embargo, un nuevo estrépito me devolvió súbitamente a la realidad. Esta vez, había sonado mucho más cerca, al otro lado de la gigantesca puerta que se encontraba al final del pasaje.

      Sin dudarlo, corrí hasta ella y, al abrir, me encontré de bruces con el comedor. Aunque estaba igual que la pasada noche, algunas cosas habían cambiado: había una especie de bulbo negro sobre una de las mesas del fondo y el suelo estaba repleto de platos y vasos rotos.

      No sabía qué había pasado allí, pero, seguramente, aquel era el origen de todos esos ruidos. Más intrigada por lo que, sin duda alguna, debía ser el regalo de Sicerd que por quién había causado tal destrozo, avancé sigilosamente a través de las mesas, pero, cuando estaba a punto de pasar junto al mostrador, salieron volando de su interior toda clase de cubiertos. Asustada, me hice a un lado y me escondí tras una de las butacas.

      —¡Maldito roedor metomentodo! ¡¿Dónde narices has escondido mis semillas esta vez?! —exclamó sulfurada una voz de mujer desde detrás de la barra—. ¡Más te vale que las encuentre pronto o te transformaré en uno de tus calderos! —amenazó, lanzando una enorme sopera de plata por los aires.

      Gracias a los dioses, la butaca se interpuso entre la sopera y mi cabeza y, abollándose, cayó a mis pies.

      Al ver que la estrambótica tormenta no había hecho nada más que empezar y no quería convertirme en el blanco de lo próximo que decidiera lanzar quien quiera que estuviera allí, alcé la voz y le rogué que parase.

      —¡¿Eh?! —exclamó la mujer deteniendo súbitamente su escandalosa búsqueda—. ¿Quién anda ahí? —preguntó con voz tosca surgiendo por fin del mostrador.

      Temiendo que pagara su ira conmigo, me asomé ligeramente por el borde de la butaca y observé que se trataba de un hermoso pájaro de color marfil con una cola larguísima. Tenía los ojos dorados y las plumitas de la coronilla azules como el cielo. No obstante, al ver que no respondía, su cuerpo empezó a oscurecerse y sus ojos a brillar como dos ascuas en el fuego.

      —¡Por favor, no me hagáis daño! —supliqué alzando la mano por detrás del mueble para que supiera donde me encontraba.

      En cuanto me localizó, alzó el vuelo y, antes de que pudiera mover ni un solo músculo, se posó sobre el respaldo de la butaca y clavó sus ojos sobre mí. No sabía cómo ni por qué, pero sus plumas habían vuelto a la normalidad, tenía el buche tremendamente hinchado y le brillaba tanto la mirada que parecía que iba a echarse a llorar en cualquier momento.

      —¡Por los dioses! ¡Por fin ha sucedido! —exclamó emocionada salturreando sin apartar la vista de mí—. ¡Eyra ha vuelto a abrir la biblioteca! —Entonces, saltó sobre mi estómago y me abrazó hundiendo la cabeza sobre mi pecho.

      —¡Por fin podré volver a verle! —murmuró con voz quebrada.

      —¿Volver a ver a quién? —pregunté incapaz de entender a qué venía toda aquella efusividad.

      Al darse cuenta de que se había dejado llevar por sus emociones, el pájaro se apartó bruscamente de mí y, recuperando su enigmático semblante, carraspeó la voz.

      —Perdóname, no debería haberte abrazado así y menos sin tu permiso —murmuró, todavía avergonzada por su comportamiento—. Mi nombre es Mirdian y vivo aquí junto a Eyra, Drip y esa avarienta bruja que pronto se convertirá en un felpudo si no me devuelve mis semillas —dijo volviendo a mostrar el enfado que le había llevado a ensañarse de esa forma con la vajilla.

      Por su «entrañable» descripción, sin duda, se estaba refiriendo a Glíria, pero, pese a lo dolida que estaba con ella, no la veía capaz de robarle nada a nadie. Al revés, a mí incluso me había regalado un ajuar entero hecho a medida.

      —Es cierto que conozco a Glíria desde hace muy poco, desde ayer, en realidad, pero después de lo bien que me ha tratado, no creo que fuese capaz de perpetrar una fechoría así —dije intentando defenderla—. Tal vez las haya cogido sin darse cuenta, ¿no creéis?

      Lejos de apaciguarla, Mirdian dejó escapar un gran suspiro y se frotó la frente con fuerza.

      —Me temo, jovencita, que este robo tiene poco de «accidental» —aclaró haciendo las comillas con la punta de sus alas—. Esa miserable vieja y yo tenemos una guerra sin cuartel desde que llegué a la biblioteca.

      —¿Por qué? —pregunté intrigada.

      —Verás, cuando Eyra me acogió, me cedió una de las alas de lectura como habitación y me instalé allí. Al principio, pensé que había sido bendecida por los dioses con aquel pequeño santuario, pero, en cuanto conocí a ese sarnoso saco de pulgas, mi vida se convirtió en un maldito infierno… —explicó arañándose la cara con las plumas de las alas mientras ponía los ojos en blanco.

      Tratando de contener la risa por la cara que había puesto, me cubrí la boca para disimular y le pregunté a qué se refería.

      —Como puedes ver, pese a que puedo hablar, sigo siendo un pájaro y, ¿de qué se alimentan la mayoría de los pájaros? —preguntó con obviedad alargando el cuello hacia delante para oír mi respuesta.

      —¿Semillas?

      —¡Exacto! ¿Y qué dejan las semillas cuando las pelas? —insistió.

      —¿Cás… cáscaras?

      —Bien, pues, aunque no hace falta ser un genio para comprender eso —dijo masajeándose los párpados para calmarse—, a Glíria se le metió en la cabeza que solo las comía para tirar las cáscaras por todas partes y hacerla rabiar, así que me las quitó y me dijo que solo podría comerlas cuando ella lo creyese oportuno y solo en el comedor —explicó mientras recordaba con amargura aquel fatídico momento—. Entiéndeme, no me importa lo más mínimo tener que venir hasta aquí para deleitarme con mis pequeñas, pero robarme la comida y racionármela, eso… ¡ESO ES INTOLERABLE! —recalcó cerrando con rabia una de las alas mientras le temblaba el párpado.

      Aunque era más que evidente que Mirdian era adicta a esas semillas, tenía razón. Glíria no debería habérselas quitado, y menos cuando parecía que era de lo único que se alimentaba.

      —Así que para recuperar mi preciado alijo y darle una lección —continuó intentando no dejarse llevar por la ira—, recogí el polen de una docena de Murtrazs y se lo eché en el té. La muy boba se pasó medio día besuqueando su bastón y lanzando trozos de bizcocho al pobre Drip por los pasillos. Tenías que haberlo visto, fue glorioso, ja, ja, ja —contó riendo a carcajadas.

      Sabía que no estaba bien lo que Mirdian le había hecho, pero fue imaginármela abrazada al plumero o al juego de té y me eché a reír como una tonta.

      —¿Y, ja, ja, ja, recuperasteis las semillas? —pregunté mientras me limpiaba las lágrimas.

      —¡Por supuesto! ¿Con quién te crees que hablas, jovencita? En cuanto hizo efecto el alucinógeno, puse patas arriba su cuarto (si es que a esa madriguera se le puede llamar así) y las encontré —contestó con tono triunfante alzando la cabeza —. Pero, entre tú y yo —añadió bajando repentinamente el tono de voz—, lo mejor fue ver a los miembros de la biblioteca encontrando trozos de bizcocho por todas partes durante más de tres meses —me confesó volviendo a reír.

      Si Glíria había sido tan prolífera creando bizcocho como cocinando la cena de la pasada noche, no me cabía la menor duda de que, incluso ahora, debían quedar trozos escondidos por los rincones de la biblioteca.

      —Supongo que, en cuanto se enteró de lo que le habíais hecho, se pondría echa una furia, ¿no? —señalé, recordando lo mucho que se enfadaba con Drip y eso que era su sirviente.

      —Ni te imaginas —dijo alzando una ceja—. Cuando Drip le contó lo que había estado haciendo y que Eyra la había visto en ese estado tan lamentable, puso el grito en el cielo. Se enfadó tanto que transformó su bastón en un cuchillo de trinchar y Eyra tuvo que conjurar un velo sobre mí para que no fuera capaz de encontrarme. Si eso hubiese sucedido, no habría dudado en filetearme para convertirme en uno de sus suculentos guisos… —dijo recordando aquellas horribles semanas en las que se estuvo escondiendo de ella.

      —¿Y qué pasó al final? —pregunté inquieta por conocer el desenlace de la historia.

      —Pues…, que esto no salga de aquí, pero, al ver que Glíria era incapaz de olvidar lo que le había hecho y seguía pidiendo a gritos mi cabeza por toda la biblioteca, Eyra modificó ligeramente sus recuerdos para que pensara que, en vez de drogarla, le había robado su sombrero…—dijo en voz muy baja—. Como comprenderás, eso también la enfureció bastante, ya que se trata de una reliquia que pasa de generación en generación en su familia, pero, tras unos días más, se le pasó el berrinche y volvió a ser la de siempre —zanjó recuperando su tono habitual.

      —Pero si recuperasteis las semillas, ¿por qué seguís enfrentadas? —dije contrariada.

      —Pues, a parte de una ladrona metomentodo, resulto ser tan vengativa como yo y, tras dejar pasar un tiempo prudencial, volvió a quitarme las semillas para darme un escarmiento. Y como comprenderás, yo no me quedé de alas cruzadas y volví a interceder por mis preciadas y suculentas simientes… —contestó haciéndosele el pico agua.

      —Entiendo… Así que lleváis así desde entonces… —murmuré sonriendo.

      —Eso me temo… —dijo con resignación—. Pero, en esta ocasión, se ha pasado de la raya… —añadió volviendo a enturbiar su voz—. ¡Llevo más de tres días buscándolas y la muy puñetera las ha escondido tan bien que no soy capaz de encontrarlas! —exclamó mientras se le ponían los ojos rojos como la sangre.

floritura

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