La Flirzia
Segunda parte
DĂa 2 en la biblioteca, año 1345 del periodo NurgĂ«n
   —Fin —murmuró Eyra alzando la vista hacia nosotros.
   Aunque GlĂria y Drip ya conocĂan la historia sobre la Flirzia, tras escuchar los Ăşltimos instantes de vida de Dirana y sus gritos resonando por el comedor, los tres tenĂamos exactamente la misma cara. Una extraña mezcla de tristeza, horror y una pizca de satisfacciĂłn.
   Por supuesto que a ninguno nos agradaba la muerte de la joven duquesa, pero despuĂ©s todo lo que habĂa hecho, una parte de mĂ no pudo evitar alegrarse por el final que habĂa tenido.
   Sin poder evitarlo, alcĂ© la vista hacia el techo en busca de la Flirzia. Si realmente era cierta la historia que Eyra acababa de contarnos, entonces, aquella hermosa flor no era otra cosa más que una parte de Dirana. Al darme cuenta, un extraño escalofrĂo me atravesĂł el cuerpo de arriba abajo.
   Desde el primer momento en que la vi, habĂa anhelado con cada fibra de mi ser conseguir una. Y, ahora, aunque conocĂa el inquietante secreto que escondĂan sus oscuros y melodiosos pĂ©talos, la deseaba aĂşn más, tanto que, por un momento, empecĂ© a pensar que algo no estaba bien conmigo.
   No obstante, antes de que pudiera preguntarme qué me estaba sucediendo, de las páginas del cuento comenzaron a surgir zarzas negras. Se alzaron por encima de nosotros y, con una delicadeza impropia de su aspecto, agarraron la Flirzia por el tallo. Sin dañarla, la bajaron con suma suavidad y me la ofrecieron.
   Tan sorprendida como abrumada, tragué saliva y extendà la mano temblando hacia la flor para cogerla.
   —No temáis, no es nada malo lo que vuestro corazĂłn ansĂa —murmurĂł una dulce voz de mujer a travĂ©s de la tenebrosa planta—. De la oscuridad más profunda puede surgir algo bellĂsimo y no hay nada de malo en deleitarse con ello. Al contrario, no deberĂamos despreciar algo tan hermoso como esta flor por el hecho de tener un origen tan sangriento.
   Entonces, las zarzas empezaron a retorcerse y, de repente, se transformaron en una hermosa joven. Ante mi cara de estupor, la doncella sonrió y se presentó.
   —Os he estado observando desde que empezĂł el cuento y puedo afirmar sin temor a equivocarme que sois una joven muy perspicaz, asĂ que seguro que ya sabrĂ©is quien soy. No obstante, permitidme que me presente —dijo colocando la palma de la mano sobre la oscura marca que yacĂa sobre su pecho—. Mi nombre es Sicerd y soy la diosa del bosque —revelĂł inclinándose ceremonialmente ante mĂ.
   No sĂ© si fue por estar en presencia de la diosa que habĂa convertido a Dirana en un árbol o por la forma en que me miraba, pero, de no haber estado sentada, seguro que me habrĂan fallado las piernas y me habrĂa desplomado sobre el suelo.
   Mientras yo intentaba calmar mis nervios, GlĂria, emocionada por la inesperada visita, se enderezĂł bruscamente y se apresurĂł en servir a Sicerd una taza de tĂ© negro bien caliente y un plato con un montĂłn de galletas con semillas pĂşrpuras.
   —Mucho tiempo sin vernos, Eyra —saludĂł sin girarse al sentir la presencia de la guardiana a sus espaldas—, pero veo que aĂşn conservas mi regalo… —indicĂł complacida, dibujando una sonrisa sobre los labios mientras las zarzas que cubrĂan su cuerpo creaban para ella un improvisado y afilado trono.
   —Por nada del mundo me desharĂa de Ă©l —contestĂł ella con cariño.
Agradecida, tanto por sus palabras como por el detallado servicio que siempre le otorgaba el ama de llaves, cogiĂł la taza y, dando un pequeño sorbo, volviĂł a clavar sus ojos sobre mĂ.
   —Veo que no me teméis… —dijo esperando que le dijese mi nombre.
   —Se llama Rorlin, mi señora —apuntĂł rápidamente GlĂria, incapaz de mantener en suspense a la diosa.
   Sicerd miró de reojo a la lirona y, alzando ligeramente una ceja, dejó escapar una pequeña carcajada.
   —SeguĂs siendo igual de impaciente que siempre, Âżeh? —dijo sonrojando a GlĂria—. Tras el precipitado cierre de la biblioteca, lleguĂ© a temer que perdierais vuestro insĂłlito temperamento, pero me agrada saber que no ha sido asà —explicĂł aliviada mientras alzaba ligeramente la taza en su honor—. AsĂ que Rorlin, un nombre hermoso, no cabe duda —indicĂł volviendo a centrarse en mĂ.
   —Si la sigues mirando asĂ, creo que acabará desmayándose —le previno Eyra al ver la extraña fijaciĂłn que habĂa cogido conmigo.
   —¡Oh! ¡Disculpadme! —exclamó de inmediato tratando de suavizar la expresión de su hermoso y siniestro rostro—. Hace tantos siglos que no estoy en presencia de un semejante que me he dejado arrastrar por la emoción —explicó algo avergonzada.
   —¿Se… semejante? —preguntĂ© casi sin voz, intentando averiguar a quĂ© se referĂa.
   Al escuchar mi pregunta, Sicerd abandonó abruptamente su afable semblante. Hundió sus violáceos ojos sobre mà y las zarzas que rodeaban sus antebrazos se elevaron sobre la mesa como si fueran dos látigos. Sin darme tiempo a parpadear, se enroscaron alrededor de mis muñecas y clavaron sus afiladas espinas sobre mi piel. Sin embargo, lejos de sentir dolor alguno, una extraña y dulce sensación se apoderó de todo mi cuerpo. Entonces, empecé a escuchar su aterciopelada voz en mi cabeza.
   —Aunque aĂşn temáis su dulce presencia, la oscuridad forma parte de cada rincĂłn de vuestro ser, al igual que del mĂo desde que Dirana tratĂł de asesinarme. Pero no os asustĂ©is, esta singular sombra, este preciado don, no os hará daño alguno. Al contrario, os permitirá defenderos y proteger a quienes no son capaces de hacerlo por sĂ mismos, como ya hicisteis cuando tan solo erais una niña. Aceptad cuanto antes vuestro verdadero yo y dejad que la oscuridad que mana de la justicia corra libre por vuestra alma. Solo entonces encontrarĂ©is la paz y la libertad que tanto ansiáis y que ha guiado vuestros pasos hasta este insĂłlito lugar —dijo intentando calmar mis temores.
   —Entonces, ¿sabéis lo que…?
   —SĂ, y no tenĂ©is nada de lo que avergonzaros. Al contrario, deberĂais sentiros orgullosa de lo que hicisteis aquel dĂa —contestĂł convencida de sus palabras.
   Pese a que Sicerd no parecĂa pensar que yo era un monstruo por lo que hice, me sentĂ tan avergonzada de que hubiese descubierto mi pasado que me empezĂł a faltar el aire. Al ver lo mal que me sentĂa, la diosa girĂł las zarzas sobre mi muñeca para que volviese a mirarla.
   —Gracias a las zarzas, nuestros cuerpos están ahora conectados, asĂ que podemos percibir los sentimientos la una de la otra. ÂżQuĂ© sentĂs al mirarme?
   —Siento…, siento vuestro corazĂłn. Está tan herido como el mĂo… Las cicatrices son diferentes, pero compartimos el mismo dolor, el mismo vacĂo por la pĂ©rdida… —murmurĂ© con tristeza—. Pero… tambiĂ©n hay paz, libertad, fuerza… Incluso aĂşn sois capaz de amar… —Y, en cuanto pronunciĂ© esas palabras, las zarzas me soltaron.
   Aunque las imágenes que pasaron por mi mente al mirarla estaban difusas, pude ver que Sicerd tenĂa las manos manchadas de sangre, y no solo por la muerte de Dirana. No obstante, lejos de sentirse culpable, habĂa aprendido a convivir con lo que habĂa hecho y hasta parecĂa estar en paz consigo misma.
   TodavĂa conmocionada por todo el sufrimiento que habĂa sentido al adentrarme en su corazĂłn, alcĂ© la vista y vi sobre su rostro las mismas lágrimas que descendĂan en silencio por el mĂo.
   —Os he llamado semejante… —dijo al tiempo que sus oscuras plantas regresaban al cálido regazo de sus brazos—, y ahora ya sabĂ©is por quĂ© —aclarĂł regalándome una sonrisa mientras apartaba las frĂas gotas de sus mejillas.
   No sĂ© quĂ© me afecto más, si lo que acababa de ver y sentir o descubrir que habĂa más seres como yo y que, tal vez, solo tal vez, habĂa esperanza para mĂ. De repente, se me empezĂł a nublar la vista y volvĂ a desmayarme.
Leer siguiente entrada del diarioLeer anterior entrada del diario