La Señora Glíria
Primera parte
Día 2 en la biblioteca, año 1345 del periodo Nurgën
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero, al escuchar una dulce melodía, abrí los ojos. Todavía algo somnolienta, miré a mi alrededor y me di cuenta de que casi era de noche y me encontraba en una sala enorme llena de ventanales adornados con cortinas de terciopelo azul. A través de ellas, se podía ver la nieve cayendo sobre los tejados de las casas del reino. Las paredes estaban revestidas con tableros de madera tallada y toda la sala estaba alumbrada por pequeñas esferas en cuyo interior había una especie de trocito de carbón negro y un pequeño pez de fuego. Había toda clase de butacas, sillones y sillas frente a pequeñas mesas de mármol blanco con el pie de bronce forjado y, en los extremos de la sala, un gigantesco espejo que casi tocaba el techo y una enorme puerta cerrada.
Sin embargo, lo más llamativo de aquel lugar, que no podía tratarse de otro que el comedor de la biblioteca, era el enorme mostrador que había en mitad de la sala. Estaba hecho con madera tallada y el fondo estaba cubierto de espejos llenos de hermosos grabados. La barra, que parecía estar hecha con un fragmento de la luna, se encontraba repleta de toda clase de utensilios para cocinar y servir la comida. Al otro lado, había cuatro pequeños carritos de madera con baldas de cristal que, sin duda, se utilizaban para llevar los platos a las mesas.
No obstante, todas aquellas maravillas quedaron en segundo plano cuando apareció frente a mí un pequeño trapo azul danzando alegremente de un lado para otro limpiando el suelo. Cualquier otra persona hubiese empezado a gritar, pero a mí me fascinó tanto que me quedé en silencio disfrutando de su pizpireto baile.
De pronto, el alegre trapo dejó de moverse y se detuvo. Por un segundo, pensé que tal vez me habría visto, pero, entonces, se elevó en el aire y retorciéndose para escurrir agua, empezó a frotar una mancha que había debajo de él.
Aliviada, dejé escapar un suspiro. Justo en ese instante, mi estómago empezó a rugir como si fuera capaz de comerse hasta aquel risueño trozo de tela. Sorprendido, el trapo se quedó completamente paralizado y se giró hacia mí. En cuanto se dio cuenta de que estaba ahí, su color cambió a un blanco casi enfermizo y empezó a temblar.
—Por favor, no te asustes —le pedí al ver el miedo que parecía provocarle mi sola presencia—. No te haré nada. Te lo aseguro —prometí angustiada.
Pero de nada sirvieron mis palabras. En cuanto escuchó mi voz, se quedó rígido como una tabla y cayó de espaldas al suelo.
Sin dudarlo, traté de ir en su ayuda. Sin embargo, antes de que pudiera levantarme del sillón donde me encontraba tumbada, se produjo una pequeña explosión de polvo rosa sobre el trapo y de allí surgió una adorable criatura peluda.
Se trataba de una lirona y, al igual que Eyra, se comportaba como un humano. Era mucho más pequeña que ella, apenas levantaba más de tres palmos del suelo, pero su presencia era igual de imponente. Su pelaje, de aspecto inmensamente suave, era marrón y tenía los ojos de color verde esmeralda. Su cola era larga y afelpada y llevaba sobre la cabeza un sombrero puntiagudo y ancho, igual que el de una bruja. Vestía con una pequeña capa de color rosa, como el sombrero, anudada al cuello con una cinta morada. También llevaba un cinturón de cuero del cual colgaban dos extraños libros sujetos con cadenas. Ambos estaban viejos, pero uno tenía la cubierta llena de manchas de lo que parecía ser salsa y el otro llevaba engarzado en bronce negro la silueta de un caldero.
Entre sus diminutas y ágiles patas sostenía con firmeza una especie de bastón mágico. Tenía el mango de madera y, sobre la punta, un barreño de madera lleno de agua con espuma. Pero lo más curioso eran las dos juguetonas pastillas de jabón que no dejaban de zambullirse y emerger del agua dando pequeños grititos.
Nada más ver el trapo tirado, la lirona frunció el ceño y se le hincharon las mejillas. Clavó el bastón sobre el suelo, a pocos milímetros de la inerte tela y, golpeando con impaciencia una de sus patas traseras, empezó a gritarle.
—¡¿Se puede saber qué haces ahí tirado?! ¡¿Es que no puedo dejarte solo ni un momento?! —le increpó a la vez que lo señalaba duramente con uno de sus dedos—. ¡Te lo digo muy en serio, si no cambias de actitud te echaré al fuego y conseguiré otro trapo mejor que tú! —le advirtió a punto de echar humo por las orejas.
Como si ese cruel aviso le hubiese despertado de golpe, el trapo recobró bruscamente su tono azul y, poniéndose firme como un soldado, empezó a emitir una especie de gruñidos incomprensibles y se puso a hacer toda clase de gestos. Tan pronto estaba enfadado como que empezaba a temblar y su color palidecía.
—¡No me vengas con tonterías! ¡Aquí no hay nadie! ¿O es que has olvidado que la biblioteca está cerrada? —señaló, volviendo a reprenderle con el dedo.
No sé qué me sorprendió más, si que entendiese lo que estaba diciendo el trapo o que todavía no supiese que la biblioteca había reabierto sus puertas.
Indignado porque no le creyese, el trapo empezó a señalar el sillón donde me encontraba para que lo comprobase ella misma, pero la lirona era tan bajita que, desde donde ella se encontraba, no era capaz de ver más que el propio mueble.
—¡Basta! ¡No voy a escuchar ni una locura más! —zanjó dando un fuerte golpe con el bastón cerca del trapo— ¡Vuelve ahora mismo a empaparte en agua y termina de fregar el suelo antes de que la señora Eyra venga a por su cena o sacaré las tijeras y yo misma te convertiré en jirones! —fue tan atroz la amenaza que el trapo cesó de inmediato todo empeño por lograr que me viese y empezó a ponerse amarillo.
Hizo una reverencia y arrastrándose tristemente por el suelo, empezó a enroscarse por su bastón. Subió lentamente como si de una serpiente se tratase y se zambulló en el barreño.
—Eso ya me gusta más, ¡hum! —murmuró satisfecha de que el trapo, por fin, hubiese dejado de vaguear y decir bobadas.
Fue en ese momento cuando, sin poder evitarlo, mi estómago volvió a quejarse y esta vez aún más fuerte, como si llevara un siglo sin probar bocado.
Entonces, tres cosas sucedieron. El trapo, que salió del agua como si de un resorte se tratara, apartó las insistentes pastillas que se estaban frotando contra él para impregnarlo de jabón y volvió a señalarme y a gruñir como si su vida dependiera de ello. La lirona, incapaz de creer lo que sus pequeñas orejas habían escuchado, se estremeció de arriba abajo como si acabara de sentir un terremoto bajo sus pies y salió corriendo hacia el sillón donde me encontraba. Al mismo tiempo, yo, tan avergonzada como hambrienta, me enderecé y traté de sofocar la ardiente rojez que había consumido mis mejillas.
—¡No puede ser! ¡IMPOSIBLE! —exclamó con los ojos abiertos como platos y la respiración tan acelerada que parecía estar a punto de darle un síncope allí mismo.
Haciendo un gesto de resignación por la incredulidad de su dueña, el trapo se apoyó sobre el borde del barreño y pareció empezar a recriminarle que no le hubiese creído.
—Ho… hola —dije al ver como escrutaba mi cuerpo de arriba a bajo como si fuera una aparición.
—Esto no está pasando, no puede ser cierto. ¡No, no, no, no! —balbuceó nerviosa negando una y otra vez con la cabeza—. A ver Glíria, cálmate. Lo más seguro es que hayas vuelto a usar demasiado jabón cuando has lavado las cortinas esta mañana y por eso estás teniendo alucinaciones. Sí, sin duda, tiene que ser eso… —se dijo a sí misma frotándose los ojos con fuerza con la esperanza de hacerme desaparecer de sus retinas.
Indignado, el trapo se puso granate y empezó salpicar agua sobre el sombrero de la lirona para que reaccionara de una vez por todas.
—Perdonad, pero no soy ninguna alucinación… —indiqué al ver que ninguno parecía querer ceder la razón—. Me llamo Rorlin y llegué ayer a la biblioteca —me presenté, extendiendo la mano hacia ella.
Tan pronto como escucharon mi nombre, ambos se quedaron congelados en el aire y clavaron su mirada sobre mí. Glíria miró mi mano para después ver mi rostro y, tras analizarlo durante lo que me pareció una eternidad, volvió a hundir sus pequeños ojos esmeralda sobre mi mano.
Entonces, como si acabaran de contarle un chiste, soltó una carcajada hinchando su pecho de orgullo y miró de reojo al trapo.
—¡JA! ¡Os he pillado! —gritó triunfal alzando su voz para que se escuchara por todo el comedor—. Esta es otra de las bromas de esa tragaldabas, ¿verdad? Y tú, Drip, le has seguido la corriente para asustarme, ¿cierto? —dijo con aires de superioridad, orgullosa de haber descubierto la trampa.
El trapo, que, de haber tenido ojos, de seguro los hubiese puesto en blanco, se golpeó a sí mismo y empezó a negar con la cabeza de pura desesperación.
—¡No te molestes en seguir fingiendo! Por más golpes que te des no voy a creerme nada, ¡ja! —le advirtió mirándole con altivez mientras apoyaba la pata sobre la cadera—. Aunque he de reconocer, muy a mi pesar —recalcó—, que casi lográis que me lo crea, ja, ja. No sé qué clase de magia habréis utilizado—confesó extendiendo la otra pata para tocarme—, pero casi parece de verd… —fue en ese instante cuando, de una vez por todas, se dio cuenta de que yo no era ni una alucinación ni una broma. Era de carne y hueso y estaba allí, frente a ella.
Tan rápido como había hinchado sus mejillas para vanagloriarse, las desinfló y abrió la boca de golpe. Lo hizo con tanta brusquedad y empezó a temblarle tanto el cuerpo que, por un segundo, creí que se le desencajaría la mandíbula allí mismo.
Durante una milésima de segundo, se quedó congelada, pero, de pronto, se le iluminaron los ojos y se cubrió la boca con las patas. Entonces se puso a gritar y lo hizo tan fuerte que la suave melodía que sonaba quedó eclipsada por su voz.
—¡Por los dioses! ¡La señora ha roto el sello! — exclamó emocionada frotándose las patas mientras se movía frenéticamente delante de mí— ¡Y por fin tenemos un nuevo miembro! ¡POR FIN! ¡Ya empezaba a pensar que jamás volvería a cocinar para nadie! —confesó con una mezcla de alivio e impaciencia.
De inmediato, el trapo carraspeó y Glíria se detuvo bruscamente.
—¡Claro que la señora es alguien! ¡Jamás me atrevería a insinuar lo contrario! —le recriminó molesta—. Me refería a que ya creía que nunca más tendríamos invitados. ¡No seas tan tiquismiquis, Drip! —aclaró mirando de reojo al trozo de tela.
Sin poder evitarlo, reí al ver como se quejaba. Al oírme, Glíria se giró hacia mí y esbozó una gran sonrisa.
—¡Perdonad mis modales! —dijo haciéndome una gran reverencia—. Llevamos tanto tiempo aislados del mundo que me empieza a fallar hasta el instinto —aclaró avergonzada por su irracional comportamiento—. Permitidme que me presente. Soy la señora Glíria, aunque, tú, querida, puedes llamarme solo Glíria —dijo con dulzura—. Soy el ama de llaves de la biblioteca y este de aquí arriba es Drip, mi fiel sirviente —aclaró señalando al pequeño trapo.
—Es un placer conoceros a ambos —dije con una sonrisa mirando a Drip con la esperanza de que dejara de temerme.
—Lo mismo dig… —pero se detuvo bruscamente—. ¡AY! ¡¿Y eso qué narices importa ahora?! —gritó ofuscada consigo misma—. ¡Debes estar terriblemente hambrienta para que tu estómago suene de esa manera! —recordó apretando con fuerza la vara—. Pero eso lo soluciono yo en un periquete —dijo guiñándome un ojo.
Con aquel gesto cómplice, dibujó una sonrisa casi diabólica y chasqueó los dedos. De repente, el libro con manchas de su cintura se desenganchó del cinturón y se abrió frente a ella. De inmediato, empezó a lanzar páginas por los aires mientras Glíria cogía el otro tomo entre sus manos. Con una velocidad casi aterradora, recorrió ágilmente las hojas con las puntas de los dedos y en cuanto encontró la página que deseaba, abrió el libro por completo y lo dejó ante sus ojos. Agarró con firmeza su bastón y dando un par de golpecitos sobre el suelo, el barreño lanzó al pobre Drip contra la pared y se convirtió en un enorme cucharón casi tan alto como ella.
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