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Una extraña huida

Día 3 en la biblioteca, año 1345 del periodo Nurgën

 

      Al cabo de un rato, coincidimos en la repisa donde se guardaba la cristalería.

      —Gracias —murmuró, de pronto, sin parar de buscar.

      —No hay de qué —dije sonriendo—. Seguro que vos… —pero, antes de que pudiera terminar de hablar, selló mis labios con una de sus alas.

      —Si vuelves a tratarme de vos una vez más, no volverás a probar tranquila un té bajo este techo, ¿entendido? —me amenazó, clavando sus dorados ojos sobre mí.

      Aunque sus palabras consiguieron erizarme la piel de la nuca, no pude evitar sonreír.

      —Ja, ja, ja, de acuerdo, no lo volveré hacer —aseguré mientras terminaba de apartar las últimas copas de la balda más alta.

      Por desgracia, aquel era el último recoveco que nos quedaba por mirar y, como me temía, ahí no había nada.

      —¡Maldita sea! ¡¿Dónde demonios las habrá puesto?! —exclamó sulfurada estrellando una de las copas contra el suelo.

      —Puede que no estén aquí, la biblioteca es enorme —argumenté intentando animarla mientras esquivaba el estropicio para no cortarme.

      —¡NO! ¡Tienen que estar aquí! —aseveró frustrada, recorriendo con los ojos el enorme mueble para asegurarse que no había pasado nada por alto—. Pero ¿dónde? ¡¿DÓNDE?!

      Antes de que pudiera detenerla, voló al otro extremo de la barra para volver a recorrer cada uno de los cajones. Preocupada, la seguí para ayudarla, pero, justo al pasar frente a uno de los espejos que adornaban el mostrador, vi sobre su marco un suave halo rosado. Extrañada, me detuve y cogiendo el marco de madera entre mis manos, noté que estaba ligeramente ahuecado. Aunque lo más probable es que no hubiera nada tras él, como no perdía nada por echar un vistazo, lo aparté con cuidado de la pared. Entonces, descubrí con asombro que alguien había hecho un agujero en la madera y había metido un pequeño saco de terciopelo negro en su interior.

      —¡Mirdian, mira! —la llamé a la par que dejaba el pesado espejo con cuidado sobre la barra.

      De inmediato, vino junto a mí y, al ver el saco, se lanzó a por él como si su vida dependiera de ello. Con las alas temblando, lo abrió y vio que allí estaban sus semillas. Eran plateadas y tenían forma de media luna.

      —¿Cómo has sabido que estaban tras el espejo? —preguntó con una mezcla de emoción y desconcierto, sin dejar de meter el ala en el saco para tocarlas.

      —Vi que había una luz sobre el marco, del mismo color que el polvo de Glíria y decidí mirar tras él —contesté con sinceridad señalando el espejo.

      Sin dudarlo, Mirdian se subió sobre el mostrador y recorrió con la mirada el viejo marco.

      —Aquí no hay nada.

      —¿Cómo que no? ¡Si está por todas partes! —exclamé señalando la brillante aura que cubría la madera.

      —Rorlin, en serio, yo no veo nada —repitió, empezando a preocuparse por mi insistencia.

      Al darme cuenta de que tan solo yo podía ver aquella maldita luz, me restregué con fuerza los ojos en un vano intento de hacerla desaparecer. Pero, como era de esperar, no sirvió de nada. Al contrario, solo conseguí asustarme todavía más. Si mis ojos estaban bien, eso significaba que todo estaba en mi cabeza. Primero, aquellos siniestros pensamientos y, ahora, luces que nadie más podía ver. Sin duda, algo me estaba sucediendo.

      —¿De verdad que no la ves? —pregunté angustiada, esperando que solo me estuviera tomando el pelo.

      —Te lo prometo, no veo nada ahí a parte del espejo —dijo muy seria cerrando el saquito—. ¿Te encuentras bien?

      Antes de que pudiera decirle que estaba a punto de salírseme el corazón del pecho, unos pasos a lo lejos nos sorprendieron. Dado que Glíria podía aparecerse a placer por las estancias, debía tratarse de Eyra o de ella y el antiguo miembro que había venido a visitarla.

      Casi al mismo tiempo, Mirdian y yo miramos el estropicio que habíamos armado buscando las semillas y, acto seguido, nos miramos la una a la otra. Mientras que ella empezó a sonreír maliciosamente, sin duda, pensando en la cara que pondría su archienemiga al ver lo que habíamos hecho con su amado comedor, a mí me empezaron a temblar hasta las pestañas. Glíria iba matarnos.

      —Tranquila, diré que he sido yo —indicó de inmediato al ver lo asustada que estaba.

      —Pero también he estado rebuscando… —dije, asumiendo mi parte de culpa.

      —Me has ayudado a encontrar mis preciadas semillas y vas a leer la historia de Nuck, lo mínimo que puedo hacer por ti es esto, ¿no crees?

      —Pero…

      —¡Shhh! Ni una palabra más, recuerda el té —zanjó, volviendo a amenazarme.

      De inmediato, la imagen de Glíria besando el bastón regresó a mi cabeza y, sin dudarlo, callé como una tumba. Aunque aún no había llegado nadie más, por nada del mundo quería acabar alucinando por los pasillos de la biblioteca.

      —Bien, pues dado que, dentro de unos instantes, me convertiré oficialmente en carne de estofado y tendré que esconderme una larga temporada de ese peluche con patas, ¿qué tal si nos marchamos de aquí antes de que nos descubran y me lees el cuento ahora? —sugirió apresuradamente al notar como se acercaban cada vez más los pasos.

      —Sí…, creo que será lo mejor… —murmuré nerviosa tragando saliva.

      Por desgracia, al ir a buscar una salida, me di cuenta de que, en el comedor, solo había una puerta y me empezó a faltar el aire. No había quebrantado ninguna norma de la biblioteca, pero seguro que Eyra se enfadaría conmigo si descubría que había sido cómplice de la absurda guerra entre Mirdian y Glíria.

      Al ver que estaba a punto de entrar en pánico, Mirdian se posó sobre mi hombro y me pidió que fuera hasta la puerta.

      —¡¿Te has vuelto loca?! ¡Si vamos ahí seguro que nos descubren! —exclamé incapaz de entender qué diablos se le estaba pasando por la cabeza para pedirme algo semejante.

      —¡Hazme caso y ve! —me ordenó al tiempo que sus ojos volvían a teñirse de rojo.

      Temiendo más la ira de Mirdian que la reprimenda de Eyra, hice lo que me pidió y fui hasta la entrada. Fue entonces cuando reparé en que el bulbo de Sicerd seguía sobre la mesa.

      —¡El regalo!

      —Déjalo, así no habrá ninguna duda de que no has estado aquí —dijo de inmediato para detenerme.

      Aunque me moría de ganas por saber que había allí dentro, Mirdian tenía razón. Era la cuartada perfecta.

      Justo en ese instante, escuchamos la voz de Eyra aproximándose al portón. Con el corazón golpeándome el pecho aún más fuerte que antes, miré a Mirdian aterrorizada. Sin embargo, ella estaba serena, concentrada, como si estuviera esperando algo. Fue entonces cuando, sin previo aviso, se alzó por encima de mi cabeza y agitando sus plumas, nos transformó en dos pequeños pájaros no más grandes que un dedo meñique. Éramos tan pequeñas que, con toda probabilidad, habría hecho falta entrecerrar los ojos para distinguirnos en el aire.

      Asustada y sorprendida por mi nueva forma, empecé a caer porque no sabía volar, y menos con aquellas diminutas y endiabladas alas. Sin embargo, Mirdian descendió y me cogió por la pata justo un segundo antes de que la puerta se abriera.

      —Adelante, pasad. Aquí estaremos más cómodos —dijo Eyra ofreciendo el paso a una extraña figura encapuchada.

      —Gracias —dijo una voz joven de hombre.

      Aprovechando que entraban, Mirdian revoloteó por encima de sus cabezas y nos sacó de allí antes de que Eyra cerrase la puerta. Con el estómago echo un mar de nervios, nos alejamos de allí y, cuando estuvimos a más de seis pasillos de distancia, Mirdian se detuvo y nos hizo recobrar nuestros cuerpos.

floritura

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